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viernes, 12 de octubre de 2018

El Callejón del Duende.


La calle Joaquín Costa es una de esas calles estrechas tradicionales del barrio de la Merced y que además tiene un bonito encanto por su trazado revirado y por conservar algunas casas antiguas. Todavía por muchos es conocida como el callejón del Duende, incluso algunos siguen nombrándola como el callejón del Duende de Santa María. ¿Por qué es conocida esta calle por ese nombre? Pues por una leyenda que allí tuvo nacimiento y que les escribo basándome en la versión extendida que Manuel Pestaña Sánchez hiciera en su momento:
Hacia el año 1880 una de las casas de esta calle estaba habitada por un solitario hombre que se daba a conocer como Domingo, de unos sesenta años, con aspecto de extranjero y que, aunque hablaba un correcto castellano, no podía disimular un cierto e indeterminado acento foráneo. Llevaba viviendo allí unos dos años y a pesar de que no era una persona muy dada al diálogo con los vecinos se le veía con agrado pues era de amable saludo y trato.
Todos los días, muy de mañana, en invierno incluso antes de la salida del sol, salía de su casa y se marchaba para no volver hasta eso de las cinco de la tarde. Luego, casi a las diez de la noche, volvía a marcharse regresando bastante más allá de la medianoche. Cuando algún curioso vecino le preguntaba acerca de su oficio o dedicación solo sonreía y respondía “negocios, negocios”.
Uno de los vecinos era especialmente curioso, se llamaba Enrique, y estaba tan intrigado por el misterioso hombre que llegó a la obsesión por enterarse de lo que hacía y de quién sería Domingo. Una noche, poco después de que saliera el enigmático vecino de su casa, con mucha cautela Enrique se llegó a la puerta de dicha casa y provisto de un gran manojo de llaves estuvo un buen rato probando una tras otra intentando abrirla sin conseguirlo.

No se desanimó el obsesionado Enrique y a la noche siguiente volvió a intentarlo con otras llaves y esa vez sí lo logró. Una de las llaves entró en la cerradura más suavemente que las demás y al girarla la puerta con un leve crujido se abrió. Entró sigilosamente en la casa, encendió la linterna de aceite que llevaba y comenzó a andar despacio por la casa, no encontrando nada fuera de lo normal hasta que llegó a un salón, en donde se llevó un buen susto cuando de repente vio frente a él un esqueleto humano que colgaba de la pared. Apenas repuesto del sobresalto se puso a mirar una gran mesa llena de libros y papeles de aspecto muy viejo. En una estantería observó muchos frascos conteniendo líquidos de diversos colores y polvos de todas clases. En una de las paredes había sujeto un pergamino con una especie de plano dibujado que no tenía ni idea de lo que podía representar. En otra mesa vio objetos extraños que no acertaba ni remotamente para qué podrían servir y hasta cogió alguno de ellos imprudentemente. Había allí un gran vaso de cristal conteniendo un líquido viscoso entre el cual había unas piezas que dedujo serían de hierro y otras piezas que parecían muelles que iban a introducirse en una caja metálica. Nada entendía Enrique, un sencillo labriego que como tantos otros era analfabeto. A la vista de tanta cosa rara empezó a inquietarse y decidió irse ya de aquella extraña casa, cerrando de nuevo perfectamente la puerta y dirigiéndose casi corriendo a la suya. Aquella noche Enrique tardó en dormirse.
Cuando regresó Domingo bien pasada la medianoche notó en el salón que allí había estado alguien. Y entonces pensó hacer algo a partir de mañana.
Como si nada hubiera pasado, al día siguiente Domingo se marchó al alba y regresó a su casa a las cinco de la tarde, pero en esta ocasión portaba una caja grande envuelta en una tela. Estuvo haciéndose un rato el entretenido antes de penetrar en su casa con el objetivo de atraer la atención sobre lo que llevaba a fin de despertar la curiosidad de los vecinos que lo pudieran estar viendo, cosa que consiguió de parte de Enrique que le observaba oculto desde una ventana.
Llegada la noche y una vez que Domingo se fue de nuevo de la casa, Enrique volvió a plantarse delante de la puerta de su vecino dispuesto a entrar y averiguar lo que era esa caja y su contenido, y a pesar del cierto miedo que ya le daba la casa no podía resistirse a calmar su insana curiosidad. En casi total oscuridad miró estando junto a la puerta hacia un lado y otro de la calle, hacia las casas y sus ventanas, y cuando ya consideró que nadie lo observaba procedió a introducir la llave en la cerradura. Pero en aquel mismo instante se produjo una cegadora luz como si de un relámpago se tratara a la par que sonaba un gran crujido como si se le fuera a caer la puerta encima, y además un fuerte golpe invisible en la mano le hizo caer al suelo. Al asomarse la sobresaltada vecindad a las ventanas, Enrique, al verse sorprendido y en el suelo, comenzó a gritar como un loco diciendo que le había atacado algo que parecía un fantasma o un duende endemoniado. Rápidamente fue socorrido y llevado a su casa seguido de muchos vecinos que asustados querían saber los pormenores de tan insólito suceso. Una vez algo calmado, explicó a su familia y a los demás que había salido de casa un momento a comprar tabaco y que cuando regresaba, estando sacando la llave para entrar a su casa, recibió un fuerte golpe en la mano por algún ser invisible que en un instante dio un crujido y se iluminó como si fuera un rayo. Enrique contó la verdad a medias pues obviamente no quería decir que aquello le había sucedido queriendo entrar en la casa de Domingo. Aquel suceso causó una gran conmoción en las personas, invadiendo sus almas un indescriptible temor hacia la presencia de algún malvado duende que había tomado la calle. Pasado un largo rato se volvieron a sus casas a dormir, pues ya era muy tarde, dejando a un Enrique que no terminaba de calmarse. Aquella noche Enrique apenas durmió.
No vieron a Domingo hasta la siguiente tarde a eso de las cinco, que volvía a su casa. Fue rodeado por varias personas que le contaron lo ocurrido al tiempo que le rogaban ansiosamente por saber si él conocía alguna explicación sobre aquello. El hombre decía no tener ni idea de lo que pudiera ser, pero sin embargo con una leve sonrisa apuntó que pudiera tratarse de algún duende enfadado, por lo que consultaría en unos libros que guardaba donde explicaban bastantes cosas sobre estos asuntos. Aquellas personas, que eran tan llanas e ignorantes, creyeron ciegamente lo que Domingo les dijo.
Pasados varios días, una tarde se acercó Domingo a casa de Enrique rogándole que le siguiera hasta la suya. En un principio éste dudó pero viendo con la amabilidad y cortesía que le trataba decidió seguirle a su casa. Ya en el interior, le invitó a entrar en una acogedora sala cercana a la puerta y allí se acomodaron. Con una cordial sonrisa aunque un poco irónica dijo Domingo a su invitado:
- Amigo Enrique, sé perfectamente lo que te ocurrió el otro día, pero no temas que vaya a denunciarte, pues sé de tu carácter curioso al máximo y me explico tu forma de proceder aunque no sea correcta.
Enrique, incómodo y nervioso, pidió perdón diciendo que no pensara ni remotamente que le hubiera movido el deseo de robarle, solo el saber algo sobre su misteriosa vida.
Domingo, que no dejaba de sonreir, levantándose indicó a su vecino que le siguiera hasta el salón y una vez allí le dijo:
- Como quiera que ya no es necesario seguir con misterios ni ocultaciones, te voy a dar satisfacción contándote todo sobre mí y haciéndote un buen regalo. Soy de raza judía y mi verdadero nombre es Jonás. Mis antepasados eran sefarditas que fueron expulsados de aquí por los Reyes Católicos. Al marchar de Jaén, mis antepasados, en la creencia de que pronto volverían, dejaron en su casa un rico tesoro escondido, no llevándolo consigo por temor a que le fuera incautado o robado en el viaje. Fueron pasando los años y los siglos hasta quedar olvidado ese tesoro, si bien la añoranza por volver a nuestra vieja casa no la perdimos nunca. Hace unos tres años descubrí, allá en mi casa en el extranjero donde residimos, unos antiquísimos documentos y un plano, que es ese que ves ahí en la pared. En ellos se hablaba de la ocultación del tesoro y se señala el lugar y la casa. Con la alegría de tan feliz hallazgo, dejé mis ocupaciones que son la medicina, como podrás ver por todos esos medicamentos e ingredientes que guardo en la vitrina y también por ese esqueleto que me acompaña, y me vine a Jaén. Compré esta casa así como otra en el barrio del Arrabalejo, que es precisamente la que fue nuestra antiguamente aunque se encuentra muy reformada. Al fin de no levantar sospechas he estado viviendo aquí y no en la otra, si bien todos los días iba allí a buscar lo que ya sabes, hasta que por fin lo encontré después de muchos trabajos.
Tras una ligera pausa, Domingo continuó hablándole a Enrique:
- Quiero pedirte un favor que espero no me negarás, y es dejarte las llaves de ambas casas a fin de que cuides de ellas hasta que las circunstancias me sean propicias y pueda volver con mi familia a establecerme aquí. Mientras, te hago entrega de esta buena cantidad de monedas de oro con lo que creo que estará más que sobradamente pagada tu labor.
Enrique quedó maravillado y con gran emoción al tener entre sus manos aquel montón de monedas de oro que le aseguraban el resto de su vida con comodidad.
Calmada ya su curiosidad y tan bien pagado por tan poco, solo le quedaba una cosa por saber, y era cómo se produjo la luz, el estrépito y el golpe en su mano. Para ello le señaló Domingo o, mejor dicho, Jonás el extraño y gran vaso, explicándole que se trataba de una pila productora de electricidad, la cual había conectado a la cerradura de la puerta produciendo todo aquello que creyó obra de un duende. No quedó Enrique muy convencido, ya que en su ignorancia desconocía todo lo relacionado con la electricidad, que por aquel entonces también para la mayoría de las gentes era algo extraño. Sin embargo, prometió no acercarse nunca a tan raro aparato después de que hubo visto algunas demostraciones de contactos y chispazos que le hiciera su anfitrión.
Para terminar, pidió Domingo, o Jonás, a Enrique que no dijera nada a nadie hasta pasado algún tiempo, por temor a que la justicia tratara de quitarle el tesoro, advirtiéndole del mismo modo que tuviera cuidado al vender sus monedas pues pudieran incautárselas.
Al día siguiente se marchó Domingo, el judío Jonás, y nunca más se supo de él ni de su familia.
No conocemos a quien iría a parar la propiedad de las casas con el tiempo, solo sabemos que Enrique se cuidó mucho de no contar a nadie lo del tesoro y solo dijo haberle dejado Domingo al cuidado de las dos viviendas.
A la gente se le fue olvidando el miedo, aunque desde entonces comenzaron a llamar al callejón como el del duende y así continúa su recuerdo hasta hoy.
Tan solo cuando Enrique estaba próximo a morir contó la verdad de todo a sus hijos, que aunque quisieron en un principio ser discretos contaron esta historia, bueno, en fin, esta leyenda…





Colaboración: José Torres Fernández.
Fotografías: Youtube.

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